martes, 12 de agosto de 2008

Wreck on the Highway

Ayer presencié cómo un coche arrollaba a un motorista en la autovía paralela a la ribera del Hudson. Cuando uno llega a esta ciudad, una de las primeras cosas que aprecia es la algarabía de coches y bocinas. Con razón no se ve ningún motorista dentro de la ciudad. Hay que tener valor para adentrarse con una moto en ese manicomio de fitipaldis. Uno acaba contemplando las vías como carreras de coches. Y así estaba yo. Caminaba por el paseo marítimo del Hudson asombrado no por la estupenda puesta de sol, con Nueva Jersey de fondo. Miraba fascinado el rally que tenían montado en esa autovía.

Al cabo de diez minutos llegaba la policía, la ambulancia y un camión de bomberos. Ahora comprendía por qué no paraba de ver siempre a estos últimos para arriba y para abajo como si toda la ciudad estuviera en llamas. Estos campeones del ruido son solicitados para cualquier tipo de tarea. Hasta para la más innecesaria. Supongo que entra en el manual de parafernalias de la ciudad de Nueva York. Con respeto al accidentado, era un motorista lo que yacía en la calzada. No había gente atrapada entre los hierros de un coche ni ardía ningún edificio. Todavía no entendía tanto espectáculo.

Pasaron quince minutos y la policía era incapaz de regular el tránsito. Atravesaron un coche para cerrar el paso de dos de las tres vías. Sin más. Ningún agente regulando el tráfico, ninguna otra señal. La incompetencia de la policía era pasmosa. Dos coches de policía, cuatro agentes. Y el tráfico un caos. Supongo que esto también entra dentro del manual de anarquía que caracteriza el tránsito de Nueva York, especialmente por lo que respecta a sus agentes de tráfico. Pasa como en algunas ciudades de España: cuántos conductores nos hemos agarrado fuerte al volante al ver llegar los urbanos. Cuánto empeño por empeorar las cosas.

Y la víctima. No quiero olvidarme de la víctima.


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