jueves, 31 de julio de 2008

Por una palabra

La correción política vino de Estados Unidos, como otros tantos espantajos del pensamiento: la histeria por el cambio climático, el multiculturalismo, etc. No hay momento del día donde no se esté ofendiendo a una minoría por tal o cual palabra. Sin duda, ahora lo más "trendy" es lo políticamente incorrecto. Pero sin pasarse. Pongamos, por caso, la portada del semanario The New Yorker. Con acierto, Arcadi Espada apuntó contra esa tendencia al lenguaje recto, el primer derivado de la corrección política. Si tenemos que amarranos la lengua para no ofender a nadie, se acabó la ironía. Léase, el libre pensamiento.

La corrección política ha anestesiado el mejor periodismo del mundo. Uno puede hablar libremente de lo que quiera en la calle. Pero ha de tener cuidado con lo que escribe. Por una palabra... ¡zas! Yo no sé qué te diera por una palabra. Todavía me pregunto en qué habrá ayudado tanta rectitud. Esas minorías, que por más que busco por la calle no encuentro, siguen en el mismo lugar: en periódicos, televisiones, cines y radios. Muchos no sabían que eran insultados. Hasta que llegó un iluminado para despertar sus adormecidas conciencias. Y ahí los tenemos, todos tan monos, tan bien colocaditos en su sitio. Qué nadie se mueva, que no saldrá en la foto. Qué estampa tan bonita.

martes, 29 de julio de 2008

Una cultura muerta

He vuelto a la Hispanic Society. Esta vez, por encargo. En el museo conocí a una profesora de literatura española de la Universidad de Santiago de Compostela. Lleva todo el verano trabajando en la Biblioteca Pública de Nueva York y siguiendo el rastro de los escritores españoles de principios del siglo XX. En la Hispanic Society hay firmas y dedicatorias de Juan Ramón Jiménez o Valle-Inclán. La mayoría de esas rúbricas pasa desapercibida al visitante, pues se encuentra escondida entre las columnas. Hay una dedicatoria de Rubén Darío a Archer Milton Hutington, el fundador del museo. La firma se encuentra tras un retrato de Ramón y Cajal, justo a la entrada. Esa profesora de literatura española acaba de hacer un hallazgo. Me pide que no lo publique. Es una estupidez, la verdad. La petición se eleva al estatus de exigencia, algo muy común entre la gente de mi país: "No me chafes la investigación, que llevo meses en esto". No puedo dejar de sonreír. Por su tono, parece que esté en algo entre el Watergate y los misterios del 11-M. Constato una vez más cómo algunos investigadores de mi país cambian el rumbo de nuestra historia rastreando por medio mundo el lugar donde tal escritor echó su primera meada, la calle donde paró para colocarse bien los huevos, tirarse un pedete y gritar "bingo". En fin. Luego saldrá publicado en una revista que sólo leerán los compañeros del departamento (si acaso) y quedarán orgullosos de ese gran descubrimiento. Que no se preocupe, le dejo con su Watergate.

Luego entrevisto a Marcus Burke, el conservador de arte del museo. Burke es un tipo muy entrañable y con gran sentido del humor. Me habla de las exposiciones del museo, el fundador y demás cosas que ya (a)noté antes. Me enseña la Biblioteca, un lugar donde se guarda manuscritos raros, una de las primeras copias de "La Celestina" y un mapa del mundo dibujado por Juan Vespucci en 1526. Según me cuenta esa profesora de literatura, son muchos los filólogos españoles que vienen a investigar a la biblioteca del museo. Burke dice que dispone de un fondo bibliográfico enorme. Más de 15 000 libros impresos antes del siglo XVIII. 250 de ellos son incunables. Luego me lleva a La Sala Sorolla. Está ahora cerrada por reformas y porque los cuadros están viajando por España. Hutington tenía una especial predilección por Sorolla. Fue coetáneo suyo y se trajo buena parte de sus obras de arte a la Hispanic Society. Con consentimiento del autor, aclara Burke. Hutington no quería expoliar España, aunque se empeñó en comprar el país entero. Todo, salvo los manuscritos, lo adquirió fuera de la Península. En países como Francia e Inglaterra, y de forma legal.

Me fascina esa figura de Hutington. Todavía no entiendo por qué esa obsesión por un país que a nadie la interesaba a finales del XIX (su tío le reprochó una vez: "es una cultura muerta"). Con 12 años hace un viaje con su madre, visita París y Londres, y cuando visita el Louvre dice que quiere vivir en un museo. Lee un libro sobre los gitanos en la Península Ibérica y se empieza a aficionar (por España, creo). París, Londres, Vivir en un museo, gitanos, España, cultura muerta. Creo que poco a poco lo voy entendiendo.

lunes, 28 de julio de 2008

La capital del trabajo

Alvin nos invitó a N. y a mí a su casa. Alvin vive con su familia en El Bronx, justo pasado el puente de Broadway, al norte de Manhattan. Llegaron de la República Dominicana hace seis años o así. No sé de qué situación escapaban, pero encontraron el Nueva York que todo el mundo encuentra cuando se quiere instalar en esta ciudad: el Nueva York del trabajo. Sin duda, es una de los lugares donde hay más obsesión por trabajar. A pesar del pinchazo sufrido por la crisis, la ciudad sigue creciendo, y continúa viva en la vorágine de las finanzas. Ya se puede hundir la tierra, que las oficinas seguirán abiertas al público.

Alvin siempre me cuenta que aquí la vida sólo es trabajar. Estudia Ingeniería Civil en el City College y trabaja en un locutorio. En verano, cuando llegan las vacaciones, es cuando disfruta de más tiempo libre. Pero cuando llega el Labor Day (primer lunes de septiembre), se acabó todo, me dice apesadumbrado. Los norteamericanos tienen ciertas fechas que marcan los puntos de inflexión de la vida social y económica. En el Memorial Day (último lunes de mayo), se rinde una conmemoración a todas aquellas personas que dieron la vida por la patria. Para los estudiantes, es el comienzo de las vacaciones. Para el país entero, el arranque del verano. El Labor Day señala el fin de la época estival. Vuelven las clases y comienza la melancolía otoñal. El 4 de julio y el Día de Acción de Gracias son las otras dos fiestas federales del calendario económico. Aun así, la gente no deja de trabajar. Alvin me cuenta que el Día de Acción de Gracias es el único día donde se respeta la fiesta. Tal vez sea lo más parecido a nuestro día del trabajador . Eso sí, a las 3 de la madrugada del día siguiente, todas las tiendas abren al público. Comienzan las rebajas. Alvin dice que eso es una locura.

Alvin dice que aquí sólo se vive para trabajar. Y yo le creo. Él siempre está trabajando. Todo el mundo está trabajando. Hasta yo mismo trabajo algo. Pero esto último es un secreto. Las autoridades piensan que estoy de vacaciones. Y yo también lo pienso, porque no pego ni golpe. Para los turistas, Nueva York es una ciudad de película. Pero la vida aquí es diferente. Antonio Muñoz Molina me decía que Nueva York ya no es la ciudad de nuestro tiempo. Se está haciendo una ciudad muy difícil para vivir, como París. Se está haciendo cada vez más cara. Especialmente los alquileres de pisos. Shangai es la ciudad del mañana, me dice. Supongo que para saber lo que es realmente Nueva York, hay que vivirla. Y vivirla no significa ir a los musicales de Broadway, coger el ferry para visitar Staten Island o pasearse a cualquier hora del día por El Bronx. O al menos no sólo eso. Vivirla significa trabajar. Pero eso, digo yo, pasa con cualquier otra ciudad. Antonio Muñoz Molina tampoco pega ni golpe. Como yo.

sábado, 26 de julio de 2008

Ellis Island o cómo se creó EE UU (y 2)

Cuando en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos se enfrentó al problema que ya habían tenido otras naciones: crear patriotas. Había alemanes, polacos, irlandeses, italianos, pero faltaban patriotas. Era un asunto especialmente delicado: al otro lado del Atlántico había empezado una guerra entre europeos, y Estados Unidos estaba formado por esos europeos que ahora se peleaban al otro lado del charco. Así que llegó el tío Sam y decidió meter a todos esos inmigrantes en un marmita. Y, venga, a crear ciudadanos. A eso los más refinados lo llamaron "melting pot". Se tomó como patrón la cultura de la élite, que era anglosajona. Y la verdad es que salieron la mar de guapos: empezaron a hablar inglés, las generaciones posteriores perdieron el idioma materno y hasta los más oscuros empezaron a parecer blancos (aquí los negros se dejarán a un lado, para otro día).

El museo de Ellis Island muestra la ingente cantidad de publicaciones en varios idiomas que había en Estados Unidos, sobre todo en Nueva York, antes de la guerra. Durante la contienda, todos esos periódicos y revistas tomaron partido por el país de acogida, que no era otro que su único país. Y como quedaba algún que otro rezagado que no sabía por quien apostar, se les explicaba en alemán, italiano o polaco que eran americanos y que tenían que defender a su país (Estados Unidos, se entiende). Fue muy duro para los alemanes, que se ganaron varias enemistades. No tuvieron suficiente con que les cambiaran los apellidos; además, en algunos lugares, les prohibieron hablar su idioma.

El tiempo ha pasado, pero todavía se sigue hablando de Italian-Americans, German-Americans, Irish-Americans, Jewish-Americans y demás Americans con un guión delante. Incluso de Asian-Americans (este último, de reciente creación). El multiculturalismo ha revitalizado las raíces primigenias, a pesar de que ninguno de los asignados se identificarían con esa adscripción. Pero no importa, para eso están los burócratas del censo y los activistas de las minorías oprimidas y alienadas. Y eso ocurre en la cultura más híbrida y mestiza que jamás se haya visto.

viernes, 25 de julio de 2008

Ellis Island o cómo se creó EE UU

Llegó el ferry y empecé a notar náuseas. No por el viaje, sino por el espectáculo. Para que se hagan una idea: Ellis Island la podría haber comprado Port Aventura y nadie hubiera notado la diferencia. Ya sé que esto va a sonar a la vieja cantinela de "odio tanto turista" cuando yo soy uno de ellos. Esta vez mi ingenuidad me llevó al sitio equivocado: yo creía llegar a un lugar virgen, y fui a parar a un parque de atracciones. Está claro que me había equivocado de lugar. Y seguramente de día. Pero qué más da. Ya estaba allí y tenía que verlo.

Ellis Island se ha convertido en una de las islas de visita obligada en esta ciudad. Después de la Estatua de la Libertad, tal vez sea la más frecuentada por turistas. La Estatua de la Libertad puede ser omitida en el itinerario perfectamente: es un pérdida de tiempo y de dinero. Desde el ferry que va a Staten Island, que es gratis, se puede contemplar bien. Con eso basta. Sin embargo, me precipité al juzgar Ellis Island con tanta dureza nada más llegar. Incluso el museo. Cuando entré, pensé que me encontraba ante un monumento a la barbarie. Me desagradaba la idea de convertir en atracción turística una isla que había sido el lugar de recepción de 12 millones de inmigrantes llegados de otros lugares del mundo.

Para evitar el disgusto, uno debe sortear la planta baja sin detenerse. No hace falta mirar a los lados ni leer los grandes rótulos, salvo aquel que dice "planta 1". Llegado allí, llegó la calma. Y cuantas más plantas se sube (hay un par más) más calma. Muchos turistas vienen con familias y apenas aguantan el embate de la primera. Y no es para menos: ser turista es muy cansado.

Entre 1892 y 1954, Ellis Island fue el lugar donde llegaban los barcos cargados de inmigrantes. Allí se les sometía a diversas inspecciones médicas, se cercioraban de que los recién llegados tuvieran dinero suficiente para no tener que mendigar por las calles y se les asignaba un destino. Durante ese tiempo, 4 millones de personas se quedaron en la ciudad. El resto fue a parar a otros lugares del país. Nueva York era el destino del 70% de los barcos que zarpaban a Estados Unidos llenos de inmigrantes. El museo no tiene pudor en mostrar las malas condiciones en las que éstos eran recibidos: muchos pasaban días hacinados en el barco hasta que por fin podían desembarcar; se les obligaba a dejar las maletas amontonadas en un rincón, y muy pocos las recuperaban; los médicos no contaban con apenas recursos para examinar detenidamente a esos desgraciados, etc.

También se explican anécdotas muy divertidas, como la de aquella niña que en un test de inteligencia le preguntaron: "¿Por dónde empezaría a limpiar las escaleras, por abajo o por arriba?". Y la muchacha, más fresca que nadie, respondió: "No he venido a América a limpiar escaleras". Y la historia de aquel inmigrante italiano: "Llegué a América porque había oído que las calles estaban pavimentadas con oro. Pero cuando llegué aquí descubrí tres cosas: primero, que las calles no estaban pavimentadas con oro; segundo, que ni siquiera estaban pavimentadas; tercero, que era yo quien tenía que pavimentarlas".

El museo se detiene en explicar ampliamente la época con mayor inmigración en Estados Unidos: de 1880 a 1924, cuando se empezó a formar el "melting pot" americano. Y explica aspectos de los más curiosos: el gobierno norteamericano enviaba agentes a Europa para traer inmigrantes y poder poblar todos los territorios por los que se iba expandiendo. El Viejo Continente no se encontraba en tan buen momento como ahora: ya saben, entonces la gente se nos iba. Fueron legión los alemanes, italianos e irlandeses que inmigraron a la isla. También fueron a parar muchos armenios que huían de la persecución turca. Según el censo que se muestra, la descendencia alemana es la más numerosa. En el siglo XIX llegaron a haber tantos alemanes, que cuando se debatió el reconocimiento de un idioma oficial algunos congresistas propusieron el alemán en lugar del inglés.

En resumen, esa isla es ahora el testimonio de la historia de Estados Unidos. Un país inmenso que en pocas décadas fue levantado por el tesón de varias generaciones de inmigrantes de todos los rincones del mundo. Todos huían de la situación de pobreza y persecución que se vivían en muchos países europeos y asiáticos. Y todos buscaban lo mismo: prosperidad y libertad. Sólo en el siglo XX se ha dado un fenómeno parecido, pero a escala mucho más reducida y en un contexto de mayor peligro: el estado de Israel. Del que por cierto, este pasado mayo se cumplieron 60 años desde su fundación.

miércoles, 23 de julio de 2008

Lluvia

Fui muy duro con Antonio Muñoz Molina. No era para menos. Las primeras veinte páginas de sus Ventanas de Manhattan me parecieron patéticas: un personaje llegado de polizón a la gran urbe, sin conocer el idioma, teniendo que afrontar la crueldad del anonimato y la indiferente, cuando no hostil, mirada de los demás. ¡Y coño, estamos hablando de alguien que tiene alquilado un piso en Manhattan! Luego el libro, cuando vuelve a la realidad, empieza a coger fuerza, y a pesar de esa prosa farragosa y a ratos un tanto pesada, el resultado global es positivo. Lo que no se le perdona a Muñoz Molina, bueno, lo que no le perdoné, fue ese flirteo entre realidad y ficción, entre el relato veraz y memorialístico con el ficticio. Una promiscuidad tantas veces señalada, pero nada, erre que erre.

Ayer le conocí. Le entrevisté junto a su mujer Elvira Lindo para El Diario. Ambos me parecen admirables. Escriben bien y piensan bien. Luego dieron una conferencia en la Biblioteca Pública de Nueva York. Estuvieron geniales: Elvira Linda habló de Antonio, y Antonio Muñoz Molina de Elvira. Entre familia. Me llamó mucho la atención el fino sentido del humor de Molina, en contraste con su prosa a veces adormecedora. Del mismo modo que me sorprendió que Elvira Lindo no fuera tan radiante hablando que escribiendo. Quizá no fuera su mejor día. A todos nos pasa.

El evento estaba organizado por la Federación de Gremios de Editores de España y el Ministerio de Cultura. Molina (César, el ministro) está que se sale. Ha hecho una donación de 6 000 libros en español a la Biblioteca de la ciudad. Y se espera todavía más. Más escritores españoles y tal vez más libros. Todavía no entiendo ese ímpetu del ministro por expandir nuestra cultura, por ir abriendo Cervantes por todos los rincones del mundo (con unas matrículas por curso impagables) y darnos a conocer. Yo invertiría en hacer todo lo contrario: comprar más libros de otras literaturas, ampliar y mejorar las traducciones y traer más escritores extranjeros a nuestro país. Los propósitos del ministro están llenos de buenas intenciones, como todo en el gobierno de Zapatero. Y responden una vez más a ese gusto tan español por mirarnos el ombligo, por creernos que somos importantes y que el resto del mundo debería conocernos mejor. Ya ven: no hay forma de sacudirse nuestro irremediable provincianismo.

Espero al menos que estos viajes sirvan de algo: a conocer mejor el país americano, a deshacer mitos y prejuicios. Pero me temo que eso no va a ser así. Pasará como en otros lugares: ya saben, como quien oye llover.

Post Scriptum. "(...) uno de los rasgos sobresalientes de cualquier cultura subordinada es la miserable atención que presta a las culturas ajenas, sea por la falta de traducciones, sea por la ausencia de intelectuales propios dedicados al estudio de esas culturas". Arcadi Espada, "Postdamer / Prenzlauer", El País, 3/05/1999.

lunes, 21 de julio de 2008

El creyente

(A Nihil Obstat, in memoriam)

Encuentro a Bloomberg un poco nervioso. Intuyo que al alcalde de esta ciudad le pesa mucho el incorregible gobierno de su predecesor, Rudy Guiliani (el hombre que sacó a Nueva York de la debacle de los ´80), y está luchando a toda costa por diferenciarse. Como buen socialdemócrata, decidió emprender su particular peregrinaje a la meca de los dos grandes ídolos seculares de esta ciudad: la vida sana y el ecologismo. Para honrar al primero, prohibió fumar en lugares públicos y en locales privados (bares, discotecas, etc.), aumentó el impuesto del tabaco y obligó a las grandes cadenas de restaurantes a rotular las calorías que tiene cada producto. Una maravilla, la verdad. Ahora, cada vez que entro a un Starbucks o a un garito de comida prefabricada soy consciente de lo hermoso que voy a poner.

Hasta aquí todavía se puede soportar el peculiar sentido del humor del alcalde. ¿Saben qué? Bloomberg hizo bien. Es un filántropo, y se preocupa por la salud de sus ciudadanos. Es su obligación tratarlos como a tontos si aún no entienden que fumar es malo y que zamparse una Angus Third-Pounder Burger es todavía peor. Cosas de filántropos, ya saben. Eso sí, una cosa es prohibir y otra extorsionar. Dejen que les cuente: no hace mucho recibía una carta del Ayuntamiento amenazando con sanciones si no reciclaba. Y por aquí sí que no paso. La bobaliconería contra el tabaco todavía la aguanto, pero la ecólatra... no, no y no. Ya son demasiados los cuentistas y cuentacuentos que viven de esas historias para no dormir del cambio climático. Al principio divertían. Hasta daban miedo. Pero ahora, qué agobio, la verdad. Y lo de reciclar, pues miren: es una buena forma de matar el tiempo cuando no tienes nada que hacer y te sobra espacio en la casa. Hasta los críos se divierten. Al menos, cuando yo era pequeño me lo pasaba bomba. Pero ahora, ya siendo más grande y en mi cubilete de apenas 20 metros cuadrados no tienen sitio ni las cucarachas, con las que mantengo una convivencia más o menos en paz. Ellas tienen su espacio y yo el mío. ¿Espera Bloomberg que meta tres cubos para reciclar? Yo todavía, pero ellas... no lo entenderían.

Y habrá que resignarse, qué remedio. La ecocondría va ganando cada vez más feligreses. Dentro de poco, y según intuiciones mías, lograrán ser la primera confesión del mundo. Y esperen a cuando los pobres dejen de ser pobres para ser ociosos, y sus preocupaciones dejen de ser las suyas para ser las nuestras. Entonces, cuando llegue ese día, yo también me pondré a plantar árboles, pondré paneles solares en el tejado de mi casa y tendré mi propio cultivo ecológico. Pero mientras no llegue ese momento, celebraré mi indomable ateísmo con una Heineken, que mata, engorda y encima es verde. Y descuiden, que la botella irá al contenedor correcto.

Post Scriptum. "Déjenme clarificar que no estoy sugiriendo que la gente no tenga derecho a reciclar. La gente tiene derecho a practicar los rituales que crean que mejor les acercan a sus dioses, sean éstos cristianos, musulmanes, paganos o medioambientales. Lo que es inaceptable es que alguna de estas religiones nos obligue a los infieles a participar en sus liturgias simplemente porque no creemos en ellas. Garantizar nuestra libertad manteniendo la separación entre estado e iglesia (y eso incluye a la iglesia medioambientalista) es mucho más importante para nuestro bienestar que la separación de la basura". Xavier Martí-i-Sala. Vía Nihil Obstat.

Problemas técnicos y agradecimientos

Llevo tres días con el portátil jodido. Ahora tengo que escribir con un teclado alemán, sin "ñ" y con algunas letras alteradas de orden. Intentaré reanudar lo más antes posible las anotaciones.





Nihil Obstat se despide.

viernes, 18 de julio de 2008

Hispanic Society

(A Núria Valero, que estaba de paso)

Enric González tenía toda la razón: la Hispanic Society es uno de los lugares que nadie debe perderse cuando visita esta ciudad. Se encuentra en un lugar a salvo de turistas: la calle 157 con Broadway. Es decir, El Bronx. Es decir, no-hay-cojones-a-venir-aquí. El lugar no es peligroso siempre y cuando se tomen las debidas precauciones: no subirse los calcetines hasta las rodillas y guardar la cámara de fotos. Hasta la 155 las garantías constitucionales siguen vigentes. De allí para abajo, sólo Broadway constituye un buen parapeto. Dar un paso al este, Amsterdam Av., significa tentar un poco la suerte. Pero sólo un poco. Un paso más al este... lo siento, no he querido llegar tan lejos. El Bronx pasa por ser el barrio más peligroso de Nueva York. En especial, la zona del este. Bajar por Amsterdam hasta donde empieza - o acaba, según se mire - el Spanish Harlem (calle 96 - 120) a cualquier hora del día es lo más. En contra del tópico, no hay tiroteos, ni coches quemados. Supongo que eso tendrá lugar más tarde y en zonas menos recomendables. Sí se puede ver gente con sus sillas en la calle, la música a todo volumen, comtemplando cómo pasan las horas. Esa es la vida del Bronx. Es fascinante.


Vuelvo a la Hispanic Society. Cuando uno llega parece tropezar con un templo griego abandonado. A juzgar por la aperiencia, nadie sospecharía que allí dentro hay un museo. En lugar de eso, uno esperaría perros famélicos babeando en busca de algo para meterse en la boca. O algún que otro vagabundo con su carrito de la compra coleccionando latas. En verdad, eso es lo mucho que se puede ver, porque por ahí no corren ni las hojas. Del suelo empedrado sobresalen hierbajos, las verjas están oxidadas, y las esculturas de la entrada parecen llevar siglos sin que nadie haya deparado en ellas.

El interior es pequeño y acogedor. Muy entrañable. Además de los cuatro voluntarios que velan por conservar el lugar, no hay nadie más. Una rara avis así se la debemos a un tal Archer Milton Hutington (1870 - 1955), un personaje multimillonario y con tendencias megalómanas que desde muy joven se obsesionó por España. Según cuentan, esa obsesión se le despertó en Londres después de leer dos libros que hablaban de la vida de los gitanos españoles. Mandó a su padre que le buscara una profesora de español de Valladolid y preparó un viaje a España. Su objetivo: comprar nuestro país. Cuando llegó a la península a finales de siglo, se dedicó a seguir el rastro de todos los personajes legendarios: hizo la misma ruta de El Cid de Burgos a Valencia, compró todo tipo de objetos que se le antojaban, desde las herramientas y armas del neolítico hasta cuadros de Goya, Velázques y Sorolla pasando por las tumbas de duques, obispos y otros personajes. En 1904 abrió el Museo de la Hispanic Society y allí echó, sin orden ni concierto, todo lo que había adquirido en sus viajes.

Hutington se dedicó a estudiar nuestra historia y orígenes en profundidad. Y luego, a divulgarlos en un país donde nadie tenía ningún interés por España. No se le escapó nada. Hurgó por todos los rincones del país hasta conseguir un buen fresco. Y el hombre acertó: visigodos, romanos, árabes, reyes, duques, infantas, vírgenes y curas. Tenía una especial devoción por estos últimos, a juzgar por todos los cuadros que cuelgan. Hay un fantástico Velázquez, un retrato del Conde Duque de Olivares (un gran hijo de puta, como todos sabemos después de haber leído el Capitán Alatriste), que preside la primera planta. Hutington se llevó hasta las vasijas y tumbas de algunos de los personajes más insignes de nuestra historia. Cuando digo más insignes, debemos entender más hijos de puta.

Este multimillonario, que heredó una de las grandes fortunas del Estados Unidos de su tiempo, tenía un gusto estético muy desordenado, muy postmoderno diríamos ahora. En el museo dejó caer de todo, desde un Goya a una tela morisca. El lugar tampoco daba para más; son dos plantas de no más de 90 metros cuadrados. En ese pequeño espacio consiguió realizar uno de los mejores museos que he visto en mi vida. Se puede contemplar con serenidad todos los detalles del templo sin temor a que un exabrupto, un comentario inopinado o un flash entorpezcan el curso de la contemplación. Es uno de los pocos lugares de esta ciudad que ha escapado de la cultura entendida como parque de atracciones. Sí, sé que es un verdadero tópico. Pero de lugares comunes tenemos el pensamiento lleno, y en no tan comunes, la Hispanic Society.

Post Scriptum. "Este topicazo oculta una verdad desoladora. La irresistible tendencia a la construcción de museos, Kunsthalles, galerías y otras arquitecturas llamadas 'culturales' debería considerar seriamente la necesidad de mantenerlas vacías, para aproximarse a una representación correcta y apropiada de nuestra actual condición de entretenidos. Se cumpliría entonces la función mágica de las artes, su capacidad para entretener sin estar presentes, en tanto que espacio sagrado donde se da lo artístico. Así lo quería Goodman: no importa qué es el arte, sino cuándo hay arte. En los espacios vacíos del arte, la presencia del flâneur es obra de arte, como el silencio es música en las composiciones de Cage. De ese modo las artes se habrían arrancado la última máscara y mostrarían un rostro sin rasgos, mondo, liso, un enorme huevo asombrosamente coincidente con el espíritu del tiempo, espíritu incapaz de alcanzar una meta, una conclusión, una finalidad, o el reposo, pero... ¡tan divertido!". Félix de Azúa, "Un verdadero tópico", Letras Libres, junio de 2002.

jueves, 17 de julio de 2008

Polito Vega

Ayer me encargaron escribir algo sobre Polito Vega, un locutor de radio puertorriqueño que lleva casi cincuenta años pinchando música salsa en la radio neoyorquina. Llegó a la ciudad en el año 1959 para convertise en cantante y acabó como presentador de radio. Una noche fue a visitar a un amigo, Julio César Cabán, que dirigía uno de los pocos programas que se hacían en español. Cabán le pidió a Polito que le anotara todos los nombres de la gente que llamaba y se los dijera en abierto. El productor del programa lo estaba escuchando, y seducido por esa voz, se dirigió a la emisora y le pidió a Polito que viniera más veces a practicar. A los pocos días, Cabán caía enfermo de hepatitis y el puertorriqueño ocupaba su lugar.

Por aquel entonces, en la Gran Manzana no había casi emisoras de radio en español, y las pocas que emitían lo hacían a tiempo parcial. Fue Polito Vega quien introdujo los ritmos cubanos como el mambo, el son cubano o la guaracha en la ciudad norteamericana. Era algo nuevo. La única música latina que se oía entonces eran las piezas románticas de los boleros. A principios de los setenta, toda esa música cubana de ritmos bailables se popularizó, y Polito y su compañía la Fania la bautizaron con el nombre por el que es mundialmente conocida: salsa. En efecto, la palabra salsa nació en Nueva York, del mismo modo que todas sus grandes voces: Tito Fuentes, Tito Rodríguez, Machito, Cheo Feliciano, etc. Todos grabaron en la ciudad de Woody Allen, aunque sus nombres los identifiquemos con lugares más exóticos, y desde allí expandieron su música a todo el Caribe y Sudamérica en la década de los ´70, por muy extraño que parezca.

Fue en esa misma década cuando el empresario cubano Raúl Alarcón abrió la primera emisora completamente en español: WBNX. Alarcón contó con el locutor puertorriqueño para dirigir uno de los programas que más fama alcanzaría, "Salsa con Polito". El carisma de ese personaje tan histriónico cautivó no sólo a los hispanos de Nueva York: en 1988, el alcalde Koch nombró el 3 de agosto - fecha de nacimiento del locutor - día oficial de la ciudad. A principios de los ´90, se le empezaba a conocer como el Rey de la radio, una distinción que se hizo oficial por todos los profesionales del medio en un ceremonia poco solemne (qué coño, estamos hablando de salsa, no de premios Nobel).

Desde 1989 hasta la actualidad (y disculpen la profusión de fechas), el Polito Vega tiene su espacio de salsa clásica todos los fines de semana en La Mega, otra de las emisoras hispanohablantes. No sólo es un refugio para los amantes de esa música; se trata de una bocanada de aire limpio para las gentes de esta ciudad, independientemente de la etnia a la que queden adscritas. Sin duda alguna, un hálito de vida, un respiradero en el desierto, una invitación a la vida.

Tal vez ese jocoso locutor se jubile el año que viene, si es cierto que permanece fiel a su palabra de retirarse a los cincuenta años de profesión. En Nueva York ya es alguien bastante reconocido. Sin embargo, apenas se sabe quién es en el mundo hispanohablante. Es más, me pareció de lo más encantador que la wikipedia francesa haya sido la única en dedicarle una entrada. A mi juicio, una señal inequívoca de muy buen gusto. Amén de ofrecer, por otra parte, una muestra más de los extraños derroteros que ha seguido la música salsa por todo el mundo.

lunes, 14 de julio de 2008

Road trip

La costa de Nueva Inglaterra es hermosísima. No sólo habíamos dejado atrás una ciudad; nos desprendíamos de un país entero. Tomamos carreteras secundarias para atravesar pueblos cuyo nombre nadie sabe ni recuerda. Sus casitas de madera, tan frágiles, nos evocaban las películas que veíamos de pequeños, cuando todavía éramos grandes. No había ningún rincón que no estuviera poseído por la bandera. En Nueva York, salvo el 4 de julio, ese artefacto sólo ondea en edificios oficiales y en pocos sitios más. Se convierte en algo invisible; nadie le presta más atención. Sin embargo, esas casas de cuentos de hadas - o de Expediende X, para los más esotéricos - rinden una pleitesía atroz, descaradamente religiosa, a ese cacho de tela. Es el orgullo patrio del que siempre nos reímos en Europa, sin deparar que en el país del otro lado del charco la sangre nunca llegó al río.

Paramos en una pequeña playa bordeada por islitas apenas perceptibles. Se podía caminar hasta cien metros sin que el agua cubriera más allá de la rodilla. El tiempo apremiaba y más de uno, esto es, un servidor, se quedó con las ganas de probar el agua del Atlántico. No son tan bellas como las del Mediterráneo, ni tan exóticas como las caribeñas, pero tenían un encanto jamás visto. Se hacía tarde y finalmente, contra la voluntad de los más ensoñadores, cogimos la autopista y llegamos a Boston. Antes, habíamos bordeado New London y cruzado el Támesis. Y Boston. Acabábamos de llegar a una ciudad que parecía un simulacro inglés. Hace más de doscientos años se habían amotinado contra el impuesto del té pero se quedaron con todo lo demás.

En esa ciudad donde empezó la guerra por la indepedencia, o la Revolución Americana, como se la conoce por estos pagos, se rinde en cada esquina, con esculturas y edificios, un homenaje a todos los "patriotas". Con esta palabra acaban todas las inscripciones y epitafios: "Fulanito de Tal. Hombre de letras, predicador y soldado que pereció durante la Revolución. Un patriota". Los "patriots" fueron aquellos hombres que lucharon por la independencia de las trece colonias y establecieron el primer régimen liberal de la historia. Su sentido originario no tiene nada que ver con el que tomaría décadas más tarde en Europa bajo el nombre de "nacionalista". Del mismo modo que en la Francia revolucionaria, los "patriotas" eran el pueblo que reivindicaba sus derechos y libertades. Hágase la leyenda y el mito, es cierto. Pero allí se alumbró un régimen de libertades; no un monstruo liberticida. No se debe olvidar, por mucho que duela, que todas las versiones asilvestradas del "patriotismo" nacieron en Europa: el nacionalismo, el nazismo y el fascismo, y el comunismo.

"Pero Nueva York es muy sucia", nos decía el taxista que nos llevaba de vuelta al hotel. No hay un solo rincón desagradable en Boston. Todas sus calles y edificios, todos sus parques y fuentes, responden al canon clásico de la belleza. Incluso resulta hermoso el fuerte contraste entre los rascacielos que se alzan tímidos y los edificios antiguos que todavía se conservan. Hasta sus gentes todavía guardan el aburrimiento y el anquilosamiento ingleses: todos tan iguales y tan normales. Y tan envidiablemente conservadores. Nadie diría que en esa ciudad prendería la mecha de una revolución.

Viajando a Boston es cuando uno descubre más cosas de Nueva York. Boston debe su origen a los puritanos ingleses; Nueva York, a los calvinistas holandeses. Boston es el orden, la belleza y la tranquilidad; Nueva York, caos (bien organizado y controlado, eso sí) y alboroto. En Boston no hay nada; en Nueva York está todo. Es triste cuando una ciudad sólo puede vivir de su pasado. Por mucho que Harvard tenga allí su enclave y por mucha tecnología e investigación que se produzca, Boston da una sensación de no tener nada que contar. Lo dijo todo en su día, hace mucho tiempo. En cambio, Nueva York, con sus extremos equilibrados y sus proporciones desaforadas, parece una ciudad que se reinventa y renueva cada día. Es por eso que resulta muy difícil vivir aquí. Se exige un rápido acomodo a los cambios y un olvido nietzcheano para tirar adelante. No hay esperanza de vida, porque la esperanza, como recordaba el tango y Borges, y luego Savater, son ganas de descansar. Y aquí no hay tiempo para tanto.

viernes, 11 de julio de 2008

Tres Tristes Tigres

  • En la calle donde vivo hay un parque de bomberos. Por las continuas salidas que hacen, con su estrépito de sirenas y demás fanfarronería propia del oficio, o bien parece que arde toda la ciudad o que ése es el único parque de bomberos. En toda la noche pude oír hasta cuatro sirenas a horas distintas. Desde el 11-S los bomberos han pasado a ser uno de los iconos más reverenciados de la ciudad. Su heroísmo fue innegable. Sólo hacía mi trabajo, respondería cualquiera de ellos, con esa modesita arrogante de las películas. En el parque de mi calle, que como mi patio, también es particular, murieron ocho bomberos durante las tareas de rescate del 11-S. No hace mucho, cuando pasaba por delante, un bombero me hizo un gesto con la mano. Hacía un calor impío y en ese momento era incapaz de interpretar el signo lingüístico más inequívoco. Después, al constatar mi sorpresa, me sonrió y me dijo: "Sigue abanicándote". Un camión salió disparado delante de mis morros como un toro. Por el rostro de esos intrépidos, pensé que se iban de fiesta.
  • En esta ciudad hay muchos perros. Detesto los perros. Bueno, en general, cualquier tipo de animal. En Chelsea, todo el mundo pasea con perros de tamaños ridículos. Todo, salvo el precio, parece un chiste. Y pensar que esas criaturas tamaño micromachine pueden llegar a costar 2 000 dólares... Nunca había visto tanto perro. A N. le encanta. Dice que quiere uno. Seguramente pensará que soy un insensible, porque apenas me detengo a mirarlos. Peor: dice que nunca había conocido a nadie que sienta tanta indiferencia por esos animalitos. Sé defenderme hábilmente: el primer país que aprobó una ley de protección de animales fue la Alemania nazi. Estas almas tan cándidas, tan sensibles hacia los animales y las plantas, jamás mostraron la misma ternura para con el resto de sus congéneres. Touché!
  • Estoy de acuerdo con Savater, Escohotado y demás sabios cuando defienden el derecho de las personas a morir intoxicadas. Su crítica al estado clínico, que censura cualquier comportamiento que se desvíe de la ortodoxia de esa superstición llamada Salud Pública, me pareció toda una revelación. Desde ese momento, he aplicado todas sus enseñanzas a una de las intoxicaciones más sabrosas: la comida basura. Aquí puedo sentar cátedra. Sólo en el país de la hamburguesa, la slice y el hot dog me he visto superado. Gracias a esas tallas que veo lucir por la calle, con esos desacomplejados volúmenes, insospechados en cualquier rincón de Europa (incluso, créanme, en la oronda Gran Bretaña), por esas hermosuras, que decían nuestras abuelas, he entendido mejor lo que querían decir Savater y demás filósofos hedonistas. Es más, nadie me negará que Nueva York, con su olor a fritanga, con sus omnipresentes restaurantes fast-food y sus liberales habitantes, encarna mejor que cualquier otra ciudad - déjenme poner entre paréntesis el resto del país - esas sabias enseñanzas. Brevis oratio et longa manducatio! Amén.

jueves, 10 de julio de 2008

NYT

Ya van tres los intrépidos que han intentado escalar el edificio del New York Times. Todavía no entiendo la fascinación que causa la torre en sí. Entiendo la admiración por el periódico, pero no por el rascacielos. Tal vez se deba a que el edificio presenta menos dificultades que otros. No lo sé, mi pericia en temas de escalada no va más allá de esas piedrecitas que hay en Central Park. Cualquier altura que supera los tres metros ya me parece un desafío asaz insuperable.

El Times es el primer diario de este país (en calidad; en ventas es el tercero). Y creo no equivocarme - que me corrijan los expertos - si afirmo que se trata del primer rotativo del mundo. En Nueva York, el periódico que preside Sulzberger Jr. es el pan de cada día. Su prestigio supera el de la Biblia, que ya es decir. El diario es omnipresente: ya no sólo se puede adquirir en cualquier esquina o Starbucks (y lamento el pleonasmo); son legión los neoyorquinos que lo llevan en las manos. Más de una vez me he preguntado cómo alguien puede comprar ese periódico para leerlo en el metro. El papel es de lo más inmanejable: sus páginas son enormes, y uno pasa más tiempo intentando plegarlas que leyéndolas. Además, sus noticias suelen tener proporciones enciclopédicas: requieren la paciencia de una café, o el bullicio de una casa. Los domingos, el periódico posee el formato de un Larousse: por 4 dólares no sólo se desayuna; se come, se cena y se tiene para toda la semana. Al principio solía comprar el Times religiosamente todos los domingos, por ser el día del Señor. Sin embargo, después de atragantarme con tantas páginas, preferí la comodidad del soporte digital. Desde entonces, no puedo evitar sentirme culpable. Ya lo conocen: disminución de la tirada del papel, menos ingresos por publicidad, Internet, la globalización, Bush, otrora Aznar, etc.

La verdad es que me trae sin cuidado la suerte del periódico de papel. Me di de baja hace tiempo del grupo de apocalípticos que cada día anuncian la mala nueva: ora el fin del periodismo, otrora la muerte del periódico, etc. Escribía Arcadi Espada en sus Diarios 2004 - citando a no sé quién - que el principal problema de la muerte del periodismo es que al día siguiente alguien tendría que redactar la noticia. De momento, yo ya me he apuntado a la lista de los redactores: de alguna forma habrá que salvar el pellejo...

martes, 8 de julio de 2008

New York Subway

Nueva York es una ciudad realmente fea. Asombrosa, maravillosa, fascinante, apasionante, osa, osa, ante, ante... pero fea. Todos aquellos que la han visitado alguna vez están de acuerdo en que la ciudad, salvo algunas pocas calles, es sucia, huele mal y la gente es muy rara. Creo que el mejor fresco de la ciudad se puede encontrar no en su superficie, como dictaría el sentido común, sino en sus entrañas, esto es, el metro. En verano, quien baja al metro baja a los infiernos. El lugar es cochambroso y lúgubre. Al calor que todo el mundo le supone por ser un lugar sin ventilación y sin aire acondicionado, hay que añadir el de los tubos de escape. No el de los coches (no son tan canallas), sino el de los trenes. Situar los trenes justo debajo de correderas de ventilación es todo un acierto: cuando los damnificados salimos de la estación para buscar un poco de aire acabamos experimentando orgasmos.

El metro de esta ciudad es un desastre. Es uno de los transportes más antiguos del mundo y de los más extensos. Por lo que uno a veces, un poco comprensivo, le puede excusar su tercermundismo. Eso sí, tiene aspectos realmente fabulosos: está abierto las 24 horas del día, 365 días al año. Una estupidez innecesaria, pero, claro, hablamos de la ciudad que nunca duerme. Las líneas son un lío. Y una aventura: a quién se le ocurre situar hasta cuatro líneas diferentes en una misma vía. Si uno se despista un poco puede acabar en Queens (al este) cuando lo que deseaba era ir al Bronx o simplemente al norte de Manhattan. Es lo que le pasaría a uno si en lugar de coger la línea A (azul) toma la E (también azul). También es lo que me ha pasado a mí varias veces, más por tonto que por despistado.

La diversión comienza cuando uno sube al vagón. Amén de la variedad de especies zoológicas que se dan cita, hay dos factores entrelazados que uno debe tener siempre en cuenta cuando entra: la incertidumbre y el tiempo. Son inseparables: tal vez uno llegue antes de lo señalado porque el conductor, porque así lo ha visto necesario, ha decidido hacer del tren "local" (que se detiene en todas las paradas, algo así como el regional Tarragona-Barcelona) un "express", esto es, que sólo para en las principales estaciones, señaladas con un punto blanco en el plano. Y por supuesto lo contrario: como se ha saltado tu parada, tocará joderse y esperar una, dos o tres. Y nunca habrá avisos previos: el conductor decide sobre la marcha, como en un partido de fútbol.

Tal vez esto último se deba a que el Ayuntamiento decidió contratar locutores de radio en lugar de profesionales de transportes públicos. En el metro de esta ciudad, las paradas no las anuncia esa voz mecánica y dulce a la que estamos acostumbrados los que venimos de ciudades europeas. Lo hacen voces humanas, a cual más carajillera. Y las gritan como goles: "¡Atención, atención, próxima parada 14st., 14st., 14streeeeettttt!". Con ese espíritu tan deportivo, los pasajeros salimos triunfales de la estación y acabamos por perdonar, resignados pero finalmente alegres, todas las molestias que cada día, sin excepción, este tipo de transporte causa a todo el mundo que lo utiliza.

Post Scriptum. Lo cierto, José María, es que no se me pasó por alto la forma de pronunciar steak ('estéic'). Lo omití no sé por qué. No fue por olvido. Tampoco por malicia. Yo mismo experimenté el ridículo cuando el año pasado pedí un "Philly Cheese Stick" en Filadelfia. Éramos tres españoles intentando comprender por qué se reían tanto los camareros de ese tugurio. Y vaya si lo comprendimos. También hay otro aspecto que no quise mencionar, pero que ahora, ya puestos, lo haré. Cuando Sol Forman murió, el New York Times reveló una verdad realmente desoladora: Forman, que había hecho del "rear steak" (filete poco hecho) una leyenda, se comía los bistés carbonizados.

lunes, 7 de julio de 2008

Peter Luger Steakhouse

Tomamos la línea J hasta Williamsburg, al norte Brooklyn. Por lo que había leído en la Wikipedia, esperaba un lugar lleno de artistas, perroflautas y gafapastas. Pero me equivoqué de lugar. O fue la Wikipedia la que se equivocó. De hecho, fuimos a parar a una de las barriadas más inhóspitas de la ciudad. De Delancey St., en el Lower East Side de Manhattan, a la siguiente parada, Marcy Av., no sólo va la distancia de un puente ("el puente" de Nueva York, en su momento) y una estación. Va un mundo entero. Luego supe por un amigo neoyorquino que todos esos artistas se concentran al sur de Williamsburg. A Dios gracias, porque no era eso lo que buscaba. Tampoco me apetecía pasear por un gueto, aunque es algo que recomiendo mucho cuando se visita esta ciudad. Significa un descanso de turistas y una aventura apasionante, con coches robados y gente viendo la televisión en la calle.

La zona está poblada por latinos y negros. También queda algo de esos judíos ortodoxos que por antipatía llevaron a los alemanes y a los irlandeses del siglo XIX a trasladarse a otros lugares próximos como Queens. Entre esos alemanes, un señor llamado Peter Luger abrió en 1887 una taberna que no merecería más mención si no fuera porque un siglo más tarde, después de la II Guerra Mundial, una vez muerto Luger, un tal Sol Forman compró el local y lo convirtió en un steakhouse. La idea parece totalmente disparatada: quién abre un steakhouse en una ciudad donde abunda esa clase de restaurantes y en un lugar, al otro lado de Manhattan, por donde no pasean ni los gatos. Sin embargo, la empresa funcionó, y el prestigio que ha alcanzado ese restaurante ha hecho de la zona algo descarado: junto a esos bloques en apariencia abandonados se pueden ver Audis, Mercedes y Volkswagen en las aceras. No es que a ese steakhouse sólo acuda gente adinerada, pero como cualquier persona sabrá, nadie que paga más de 30 euros por un bistec cruza el puente de Williamsburg en metro.

Dicen que el Peter's Luger Steakhouse conserva el ambiente alemán de su fundador, y que los camareros son alemanes o tienen el espíritu de tal. No seré yo quien lo niegue, aunque el lugar me recordaba más uno de esos lúgubres pubs de Inglaterra y ninguno de los camareros que vi por allí hablaba alemán. Eso sí, todos tenían el carácter hosco y desabrido del estereotipo teutón.

Hay una serie de normas que uno ha de tener presente cuando va al Peter Luger. Enric González da cuenta bastante pormenorizada. Para mi gusto, caben destacar sólo dos: no se puede pedir el steak bien hecho; y no admiten tarjeta de crédito. Esta última es importantísima, porque resulta imposible encontrar un cajero por ahí cerca. La primera norma es elemental: cualquier amante del steak la conoce, pero si todavía queda algún despistado, vaya la siguiente advertencia: según cuentan, el camarero puede llegar a avisar al jefe Wolfgang Zwiener para disuadir al cliente del profundo dolor que le puede causar al cocinero si pide el steak bien hecho. Y tanto el jefe como el camarero saben ser severos: el cliente puede quedar condenado al ostracismo sin ningún tipo de contemplaciones.

Ah, y un último aviso para aquellos que cruzarán el puente en metro porque no hay más remedio: mejor acudir antes de las 3 de la tarde, se presenta un menú más asequible (por debajo de los 20 dólares) y uno puede disfrutar de una de las mejores hamburguesas de la ciudad por sólo 9 dólares.

Post Scriptum. Por un trato justo a Israel.

sábado, 5 de julio de 2008

La nación en su sentido más profundo

Fue en el paseo marítimo de Broklyn Heights donde vimos los fuegos artificiales. Antes ya había celebrado con mi amigo Alvin el 4 de julio de una forma muy peculiar en estos pagos: en "5 Best" me zampé la hamburguesa más grasienta e irreverente del mundo. En el menú decía que tenía unas 900 calorías. Juro por los padres de esta nación que la mía tenía más. Entre el puertorriqueño que me atendió y un servidor conspiramos para elevar el número de calorías hasta conseguir que la hamburguesa perdiera su naturaleza y quedara convertida en un pastel. Luego las patatas... mmm... según Zagat, la famosa guía de restaurantes y bares, en este restaurante se comen las mejores patatas fritas. No seré yo quien lo desmienta. Y nada de ketchup. ¡Lagarto, lagarto! Aborrezco el ketchup. Con la ayuda de la ecuatoriana que planeó mi indigestión, y para disgusto de su supervisor, bañé esas deliciosas patatas con mayonesa. Mucha mayonesa. Y los comensales, por supuesto, bien elegidos: una alegre familia americana, con sus tallas XXXL devorando con esa envidiable y desacomplejada felicidad sus hamburguesas y patatas.

Por último, en la panadería de al lado, unas cupcakes. Unas magdalenas (no confundir con muffins) con crema por encima representando los colores de la bandera americana. Ya había perdido toda noción festiva y patriota. Me dejé arrastrar - caminar aquí es cometer un exceso - hasta llegar al paseo de Broklyn Heights. Por suerte, el trayecto era cuesta abajo. Me desplomé en uno de los bancos. Alvin aconsejaba pasear para que la comida bajara. Ni hablar, Alvin, esto no puede bajar. Y juro por esos bancos y ese paseo, y por todo el mundo que estaba allí, que esa hamburguesa y esas patatas no bajaron en todo el día. No había ningún sentimiento de culpa. Si estos yanquis no tienen ningún complejo en regodearse con esas grasas, yo, que no tengo grasas con las que vanagloriarme, tampoco. Así transcurrió el día hasta que lanzaron los fuegos artificiales desde el East River. No había apenas banderas, en contra de lo que suele decirse en Europa. Y la celebración, valga decirlo, de lo más sosa. En España lo hacemos mejor, claro que sí. Pero esas hamburguesas y esas patatas... ¡ay, juraría cualquier bandera por volver a comerlas!

Post Scriptum. Y sonaba Candy's Room.

viernes, 4 de julio de 2008

Todo empezó cuando el rey de Inglaterra Jorge III decidió establecer un sistema impositivo en las trece colonias de ultramar. Los colonos vivían felices en su particular paraíso fiscal; así que la medida de la metrópoli les sentó como una traición. La declaración de independencia, donde aparece la primera declaración de derechos del hombre, fue el producto de algunos iluminados, como Thomas Jefferson - el redactor del texto -, imbuidos de literatura ilustrada. Fundaron de esta forma la primera democracia liberal, aunque sus intenciones iniciales, o al menos, las que les movieron a rebelarse contra su soberano, no fueron el establecimiento de un régimen democrático. Fue algo más prosaico: los impuestos. Los colonos que lideraron esa rebelión eran ricos hacendados que hasta ese momento habían vivido con absoluta comodidad en ese reino desgravado. La metrópoli no les causaba molestias y ellos tampoco. Que las trece colonias consiguieran su independencia no es signo del tesón y la valentía de esos colonos. Sólo es una muestra de que al Reino Británico le traía sin cuidado. Las colonias norteamericanas no le aportaban casi ningún beneficio económico y comercial. Como demostraría Adam Smith en La riqueza de las naciones, ningún imperio podía avanzar comercializando sólo con sus colonias. Al contrario, las colonias resultaban un freno para su despegue económico. Smith explicaba de esta forma el fracaso del Imperio Español. Y esa misma teoría explica plausiblemente el poderío económico que Inglaterra alcanzaría en el siglo XIX y luego su inevitable decadencia.

Las colonias americanas consiguieron su independencia y establecieron un régimen semiliberal y semidemocrático. El sistema esclavista seguía vigente, pues el pueblo sojuzgado que evocaba Jefferson eran los colonos, no los esclavos y las mujeres. Esto no le resta mérito al esfuerzo de los padres de la patria americana, por mucho que se empeñen los antiamericanos más abstrusos. La declaración de independencia, del mismo modo que la declaración de derechos del hombre y el ciudadano en la Francia revolucionaria, o la Constitución de Cádiz de 1812, fue, como acostumbran a decir los historiadores, muy progresista para su tiempo. Todas ellas sentaron unos derechos y unas bases que casi nadie compartía entonces y que tardarían mucho tiempo en arraigar en la conciencia de sus ciudadanos. Ahora nadie las adoptaría para fundar un régimen político liberal avanzado.

El 4 de julio los norteamericanos celebran la fundación de su país. Con esa declaración, cualquier persona, por poco patriota que sea, debería sentirse orgulloso. A pesar de que las razones que llevaran a esa rebelión no fueran los ideales que inspiran el texto, y que los derechos políticos tardaran en extenderse más de un siglo a todos sus habitantes. Aun así, a mi juicio, esta conmemoración es de las pocas que valen la pena, a diferencia de otras celebraciones patrióticas - sustentatadas en la sangre y en una presunta y falsificada tiranía exterior. Al menos esta, también con sus mitos y sus héroes, sembró los primeros pasos para una organización político-social basada en valores liberales e ilustrados.

4th of July


4 de julio de 1776. Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América.
Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace necesario para un pueblo disolver los vínculos políticos que lo han ligado a otro y tomar entre las naciones de la tierra el puesto separado e igual a que las leyes de la naturaleza y el Dios de esa naturaleza le dan derecho, un justo respeto al juicio de la humanidad exige que declare las causas que lo impulsan a la separación.
Sostenemos que estas verdades son evidentes en sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad. La prudencia, claro está, aconsejará que no se cambie por motivos leves y transitorios gobiernos de antiguo establecidos; y, en efecto, toda la experiencia ha demostrado que la humanidad está más dispuesta a padecer, mientras los males sean tolerables, que a hacerse justicia aboliendo las formas a que está acostumbrada.
4 de julio de 1973. Desde el paseo marítimo de Asbury Park, mi declaración de independencia:


miércoles, 2 de julio de 2008

Canal Street

Canal Street es todo un paraíso fiscal. Es la calle más larga de la ciudad, y seguramente una de las que más actividad económica concentra, si renunciamos meter Wall Street en la lista. Es una economía de estar por casa: nadie paga impuestos y todo está sometido al regateo y a la suspicacia. Según cálculos del ayuntamiento, esa calle estafa al fisco 1 000 millones de dólares al año en impuestos indirectos. Muchos turistas y autóctonos acuden allí para adquirir productos que en otras partes de la ciudad (y del mundo) serían prohibitivos: relojes Rollex, bolsos de Prada, gafas Dolce&Gabana en su versión falsificada... amén de los reiterados recuerdos "I Love NY". Asiáticos y africanos comparten la zona y se dividen el trabajo. Para los primeros, CD's de música y DVD's de películas. Para los segundos, relojes. Invaden la calle y con falsa discreción le susurran a uno al oído "¡Rollex, Rollex!", "¡DVD, CD!". En los comercios predominan paquistaníes, bengalíes o hindúes hasta que uno se va adentrando en la inmensa Chinatown, y allí desaparece todo rastro de persona que no sea china, vietnamieta, coreana, tailandesa o turista. Esta última creo que conforma la primera mironía. Pero no estoy seguro.

Por allí también quedan los restos del naufragio de Little Italy, arrollada desde hace tiempo por la marea china. En Mulberry Street, una de las calles que cortan Canal, todavía se mantienen a flote algunos restaurantes italianos con sus manteles a cuadros made in China, sus banderas tricolor y canciones napolitanas o de Frank Sinatra. Y Bleecker Street, claro. Una calle que los italianos nunca reconocieron como suya, pero que para bien o para mal es de lo poco que les queda con algo de vida. Lo que no se llevó el dragón asiático lo hizo la industria de la moda. Un mal preludio de lo que le puede pasar al resto de la ciudad.

Cuando el febrero pasado el alcalde Bloomberg ordenó una redada que acabó con el cierre de 32 tiendas pertenecientes a la familia Terranova (esto ya empieza a oler a mafia), posó ante las cámaras y en tono peliculero, cual Eliot Ness, lanzó la siguiente advertencia: "Quienquiera que seas, estés donde estés, te vamos a cerrar". Si Bloomberg hubiera sido más consecuente, hubiera cerrado todo Canal Street y hubiera declarado la independencia de la República Popular de Chinatown. Pero de momento, y hasta nuevo aviso, aconsejo no perderse ese espectáculo. Después del taxi y el metro, es uno de los pocos lugares interesantes que quedan en esta ciudad.

Post Scriptum. ¡Buen viaje, pareja!